París, 2016
Dos
meses no son suficientes para conocer a profundidad la Ciudad Luz, sin embargo es
un tiempo considerable para tener un acercamiento a las costumbres y a la vida
diaria de los parisinos. La capital francesa me acogió durante octubre y
noviembre de 2016, mientras realizaba una estancia de investigación para
culminar mis estudios de maestría.
El
deseo de conocer París, siempre relacionada con el arte y la cultura, ha sido
desde hace mucho tiempo la aspiración más ferviente de muchos soñadores, me
incluyo entre ellos. La experiencia que
ofrece al viajero, al turista, al flâneur
que recorre sus estrechas calles entre altísimos edificios de departamentos,
con hileras de ventanas con balcones alargados y rematados con mansardas en sus
tejados, así como los paseos por las amplias avenidas que acompañan al Río Sena,
no es equiparable a ninguna otra.
Quien
pisa suelo parisino, se enamora de la ciudad al instante. Sólo con el paso de
los días y retomando la actitud crítica y receptiva, se logra recobrar la plena
conciencia de que se está en una ciudad más en el mundo. Es cuando se hace
evidente que también tiene sus bemoles; que también París, además de ser luz,
tiene sus partes obscuras. Tal como en las primeras fotografías tomadas en el
siglo XIX, es de tonos negros y grises, no todo es luminoso siempre. París es
clara, atractiva, seductora, sí, pero también sombría. La antigüedad la lleva
en sus cimientos, enraizada en las pilas interminables de huesos que se hallan
debajo del suelo, en las catacumbas que recorren toda la ciudad por pasajes
subterráneos. Son éstas las huellas aún visibles, los restos de las batallas para
libertar al pueblo francés de la opresión monárquica, de una pugna entre la
religión y la secularización. Por otra parte, ya en la superficie, la tensión
no deja de sentirse cuando la discriminación de ciertos grupos étnicos y
raciales se hace presente en las calles o en el metro, lo cual produce esos
matices, que van del brillo en el más alto contraste al negro más profundo. Su
tintura obscura, es así revelada sólo al que es capaz de ver más allá del
cliché comercial de la Ciudad del amor.
Uno
siempre espera sorprenderse al mirar la torre Eiffel, y es que realmente impone
su presencia. Uno debe levantar la vista hacia el cielo. Cuando estuve frente a
ella por primera vez, en uno de los primeros días de octubre, estaba cayendo la
tarde. La obscuridad, me permitió observarla con su vestido de noche,
engalanada y dorada. Justo cada hora a partir de que obscurece, por un
intervalo, de alrededor de 10 minutos, se encienden y apagan varios focos
distribuidos a lo largo de ella, regalando un espectáculo de luces, como si
estuviéramos viendo un gigantesco árbol navideño con destellos parpadeantes. Aún
con el tan afortunado encuentro, arreglada para el ocaso, al regresar al día
siguiente y observarla a la luz del día y en su color natural, de hierro
pudelado, no se eclipsa una u otra imagen que de ella tengo, ambas vistas me
parecen magníficas.
Un
parisino me comentó, que los lugares top para visitar la ciudad, son el Museo
del Louvre, La Torre Eiffel y el Cementerio Pére Lachaise. No tengo plena
seguridad de que su estadística sea la más fidedigna, o si esos son los lugares
más emblemáticos de la ciudad y en ese orden, pues me parece que otros sitios son
también muy solicitados por los turistas. El Arco del Triunfo al término de los
Campos Elíseos, la Catedral de Notre Dame, la iglesia del Sagrado Corazón, o el
famosísimo Moulin Rouge, ambos localizados en el barrio de Montmartre.
Aun
cuando cada sitio es importante debido a la historia que tiene detrás, si
tuviera que elegir sólo tres lugares para conocer en París, basada en mi propia
experiencia de placer estético, elegiría: El Museo del Louvre, La Torre Eiffel
y El Sagrado Corazón. De este último sitio, en el que estuve en más de tres
ocasiones, guardo varias imágenes en mi memoria y otras cuantas en mi cámara
fotográfica. Una de éstas es la de unas mujeres hindúes que, con sus vestidos
largos en colores amarillos, ocre y naranjas, llamaban mucho la atención en el
interior de la iglesia. No pude hacer otra cosa más que seguirlas hasta la
puerta de entrada, donde sólo logré capturarlas de espaldas. Lo que queda de
ese instante es ese paso sereno y pausado justo a la salida de la iglesia, uno
de los sitios donde mejor se aprecia la panorámica de la ciudad.
Otra
de las escenas que más me conmovieron durante mis caminatas parisinas, fue el
momento en que un grupo de mujeres jóvenes, se detuvieron a pedirle una pieza
de tango a la mujer músico que tocaba el acordeón justo en el costado izquierdo
de la iglesia. Mientras una de ellas grababa con el celular a sus amigas, las
otras dos giraban y giraban tomadas de las manos, echando carcajadas tan
contagiosas mientras bailaban que la gente que pasaba cerca de ahí se detenía a
mirarlas.
La
popularidad que tiene la moda parisina es bien conocida. Aunque aprecio la
apariencia de la gente cuando se ve bien por alguna razón, y aunque esa razón
tenga que ver con una acertada manera de combinar su atuendo, desconozco
bastante de la industria de la moda, y no soy gran aficionada a saber las
últimas tendencias en cuanto a vestido, o quiénes son los diseñadores más
solicitados del momento. Pero por las calles de París, se observan esas
combinaciones que hacen que uno se embelese mirando a la gente: un abrigo
obscuro, con un suéter a rayas (sí, el cliché de las rayas es verídico), pantalones
bien ajustados y a la medida, unos lustrosos botines con tacón no demasiado
alto, sombreros de ala ancha, gafas oscuras que acentúan el estilo parisino. Y
no es sólo el atuendo, es la actitud al caminar, el paso apresurado y liviano que
algunas personas podrían catalogar como “sofisticado”.
El
metro en París opera de manera parecida al de la Ciudad de México. A pesar de
tener vagones un poco más amplios, asientos alfombrados y, en general, trenes
más nuevos que los de nuestro país, en algunas estaciones los carros suelen
quedarse varados unos cuantos minutos. En horas pico, el metro también está tan
saturado que para salir o entrar uno debe estar muy atento para alcanzar su
objetivo. Dentro de los vagones, además de los letreros que indican las estaciones
de parada en la parte superior, justo debajo del techo, una voz grabada,
anuncia las próximas paradas, y una muy melódica advertencia: Attention à la marche en descendant du
train… [cuidado con el escalón del tren al salir…]
Al
igual que las estaciones de metro en México, las de París no huelen muy
agradable. El tránsito diario de miles de personas, hace que sea difícil
mantener un ambiente libre e impecable, sin malos olores o basura tirada, aunque
esto depende de la zona y la estación. Una en las que tienen mayor cuidado, es
la de la Rue de Rivoli, la utilizada
para llegar al Museo del Louvre. Estaciones como la de Couronnes o Ménilmontant,
localizadas en uno de los barrios obreros más antiguos de la ciudad, Belleville, tienen una apariencia totalmente
distinta, a veces descuidada y sucia.
Otra cosa que identifica a
París, es la profusión de Cafés. Parte de su encanto está en ir caminando por
las calles y encontrar, uno tras otro, cafés con mesas que ocupan gran parte de
la acera, y gente sola o en compañía de otros, bebiendo tazas con café, copas
de vino, y comiendo un croissant o un baguette. Entre las 12:00 y las 14:00
hrs., religiosamente la gente hace una pausa en sus trabajos para salir a
almorzar. No todos suelen almorzar en los cafés, muchos parisinos lo hacen las
bancas de los parques o jardines, alrededor del Arco del Triunfo o debajo de la
Torre Eiffel, en el Campo Marte. Llevan sus bolsas de papel de estraza, que
contienen generalmente baguettes, lo acompañan con un vaso de café.
Otro
buen hábito de los franceses es trasladarse de un lado a otro montados en sus
bicicletas. No pocas veces observé durante el trayecto del día a mujeres y
hombres vestidos de manera formal, -los hombres con traje sastre y las mujeres
con saco y faldas cortas-, sentados en sus bicis, seguramente con destino hacia
la oficina. Señoras y señores de avanzada edad, también recorrían la ciudad montados
en bicicletas. La parte que más disfrutaba ver era las canastillas al frente de
los manubrios, pues en algunas ocasiones llevaban paquetes, bolsas de pan, o
incluso a sus mascotas.
Pero
bien decía al inicio: París no sólo se alumbra con la luz del sol o se
ensombrece con la caída de la noche. Así como vi escenas tan enternecedoras y
alegres como las chicas bailando tango junto al Sacre Cœar, también observé muchos rostros tristes. En no pocas
esquinas se encontraban colchones con cobijas (por el tremendo frío que se sentía)
y una hilera de personas: papá, mamá, y dos o tres pequeños recostados pidiendo
limosna. La mayoría eran familias de refugiados sirios. En algunas estaciones
de metro también se encontraban mujeres u hombres mayores que traían letreros
hechos con pedazos de cartón donde pedían euros para comprar comida.
También
encontré a personajes muy interesantes mientras estuve de observadora
participante dentro de la ciudad.. Mientras recorría el
Cementerio de Montparnasse, y vagaba perdida en búsqueda de alguna tumba
famosa, el Sr. Miraillet, me halló, siendo el mejor encuentro que pude haber
tenido en París. El señor Henri
Miraillet (me explicó que su apellido significa espejo en una voz del francés antiguo), al principio me habló en
francés, pero poco después, cuando se percató que el mío no era muy bueno, empezó
a hacerlo en un inglés bastante claro, pero con un marcado acento francés. Al mirar
mi cámara fotográfica colgada al cuello, me preguntó si era fotógrafa. Respondí
que sí. Comenzamos a conversar. Sería mi guía durante más de dos horas, mientras
me mostraba las tumbas de los fotógrafos Man Ray, y Brassaï, la del escritor
Julio Cortázar, la del poeta Charles Baudelaire, la del Gral. Porfirio Díaz, la
de Emile Durkheim, Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre. Me contó la razón por
la cual frecuenta el panteón: ahí descansan los restos de su esposa. Al poco
rato de caminar con él, me di cuenta que dos vigilantes lo saludaron con
entusiasmo. Finalizamos el paseo y yo me quedé con la gran satisfacción de
haber conocido a un hombre con una memoria tan privilegiada y excelente
conversador.
Es así que París me mostró ambas caras de la
moneda. Un París blanco, luminoso como las luces de la Torre Eiffel, y un París
obscuro, como las sombras que dejan los cuerpos de vagabundos que yacen a lo
largo de las avenidas principales. Un París afortunado, por aquellos encuentros
con personas como el Sr. Espejo, pero desafortunado por la revelación que
evidencia que también en ciudades como esta, existe una terrible desigualdad económica
e inequidad racial.
París B&N, publicada en la revista Kanik. Ser culto ser libre, Año 1, N° 12, Pachuca, Hidalgo, México, mayo de 2017.
París B&N, publicada en la revista Puf!, Año 1, N° 5, Revista cartonera, CDMX, junio de 2017.
Exposición "Ciudad Espejo" en Radio Express Jardín Colón, octubre-noviembre de 2019.
Exposición "Ciudad Espejo" en el Centro de Educación Continua (UAEH),
febrero-abril de 2020.